
Lo conocemos desde siempre y siempre que lo vemos tiene alguna anécdota o alguna foto para llevarnos, aunque sea por segundos a hablar, ver y sentir automovilismo. Es su pasión, una pasión que contagia con cada palabra, con cada anécdota, con cada relato. Pero Jorge Rotondo tiene una virtud y es hacerte sentir que vos también fuiste parte de esa historia.
No fue difícil concretar un encuentro, lo hablamos y sólo unos momentos después ya estábamos charlando, mejor dicho escuchándolo.
Jorge Rotondo era el menor de ocho hermanos (siete varones y una mujer). Esta casado y tiene tres hijos.
– ¿Cómo comenzó la pasión?
– Cuando tenía 15 años al taller siempre venían, entre otros, Camilo Ferroni, los Matarrese, Roque Namur, Germán Rivera, José Guettas. Juan, mi hermano, les hacía los cuentavueltas; yo escuchaba sonar las motos, los autos y me encantaba. Ellos me tocaban la cabeza y me decían “changuito”. Eran mis ídolos.
El relato seguía y una cosa llevaba a otra, casi sin pensarlo…
“Tengo la imagen de cuando fui al parque 9 de Julio. Me llevaba Juan (su hermano), cuando Nasif Estéfano le gana a Ramón Requejo en una tremenda maniobra en la última vuelta. No había autódromo, se corría entre las calles internas del parque. Hoy uno ve la seguridad y se da cuenta de que aquello era una tremenda inseguridad, con esos autos que uno nunca sabía para dónde iban a salir después de un frenaje. Una locura correr así, la gente estaba detrás de cuerdas a dos o tres metros de los autos. Así se corría. Me acuerdo una vez que a un auto se le salió una rueda y se fue a la gente, le pegó a un muchacho, al que auxilió Juan.
Las historias siguen, ahora en dos ruedas…
“¡Las motos! Era increíble verlos, el ‘Ñato’ Lara, el ‘Piojo’ Biajioli, el ‘Turco’ Escandar, Bruccoleri, Carlos Acotto, después apareció ‘Tin’ Noguera, me volvía loco verlos correr”.
Luego vino la historia de una foto…
“Se hacía un Gran Premio, en el que corrían las famosas suecas con un Mercedes. Me fui hasta el Comando para verlas, tenía 15 pesos en el bolsillo y vi a un fotógrafo que les sacó una foto, le pedí comprarla, valía treinta, le di los 15 pesos. En esa época a las fotos te las entregaban dos semanas después, así que tenía que juntar los otros 15 pesos. Por suerte los junté y la pude retirar. Hoy veo esa foto y recuerdo esos momentos, que para mí fueron hermosos. Ver ese Mercedes por las calles era algo fantástico.
– ¿Cuándo empezaste vos como piloto?
– Yo tenía 18 años. Compramos un kart y nos peleábamos con Miguel. En aquella época, decir 18 años era como si hoy fuese 14, o 15 años. Ahí debuté en las carreras que se hacían en Argentinos del Norte. Lo armaba yo, no sabía nada, lo probaba en el parque Avellaneda. Se corría con motor Shach. ¡No sabés contra quieén corría! ¡Qué podía yo hacer contra esos grandes! Recuerdo que los kart tenían ruedas de motoneta. En mi primera carrera vuelco, mi papá estaba en la tribuna no vio mi vuelco, él decía “¡mirá cómo anda el chango mío! Yo me senté de nuevo y seguí, cuando terminé estaba todo el respaldo con sangre, tenía un tremendo raspón en la espalda. Hasta después de un año me seguía sacando las piedritas que me habían quedado. Corríamos con ropa común, remera. Si tenías, vaquero, sino cualquier pantalón. Los cascos eran parecido a los de los soldados, no tenían funda adentro, las zapatillas eran las Pampero. No me acuerdo, pero seguro debo haber terminado último. Pero era mi pasión, sin importarme el puesto. Yo quería estar ahí.
Ahí nace la primera conversación con su padre…
“Me contaron que alguien le había comentado a mi ‘viejo’ “¡qué bien que anda el chango! Ahí dije “esta es la oportunidad para pegarle el mangazo. Me acuerdo que me dijo, ¿así que andas corriendo? “Sí” le dije (yo salía a escondidas, ellos no sabían que yo corría). “Pero para correr necesito un buen autito”. Ahí me dijo “sí mijo, usted tiene que tener un buen auto”. Y me dije “ya está”. Pero entonces terminó diciendo, “tiene que trabajar, así podrá tener un buen autito”. Eran otras épocas, te inculcaban el que había que trabajar, no como ahora, que los papás les compran el auto a los hijos.
Ahí comienza otra etapa para Jorge, la del trabajo…
“Yo empecé a trabajar en el taller de mi padre a los 16 años. El taller estaba en la calle Laprida 160, en pleno centro. Ahí me crié, me conocía todo. Él me llevaba, había armado una Chevrolet 28, que era como La Carmencita que tenían los Zottola. Era una cosa increíble para mí andar en esos autos. Pero si yo tengo que agradecer a alguien, ese es a mi hermano Juan: él me guió y enseñó no sólo en el deporte, sino también en la vida…
La historia recién comienza, hay mucho por contar y muchas fotos por ver. El personaje que nos ocupa así lo amerita.